Tenía yo 11 años y era mi primer día
en San Vicente. Estaba sentado a la mesa de la cocina desayunando con mis
primos, a quienes había conocido apenas esa mañana. De pronto un pajarraco
negro aterrizó como un fantasma en el marco de la ventana abierta del comedor.
Se paró en el centro del marco y con una voz de bajo profundo se puso a hablar como
actor en un escenario. Decía palabras disparatadas y chuscas que a mí me
parecieron de lo más gracioso. Mis primos permanecieron indiferentes, pero yo estaba
desternillado ante aquel pájaro misterioso.
Era un cuervo tuerto y cojo, que caminaba a brincos con una sola pata, la otra
le faltaba y solo tenía el muñón de la rodilla. Con su único ojo nos observaba
a todos, mientras hablaba su jerigonza, como exigiendo que nos fuéramos pronto de
ahí. Mis primos me dijeron que se llamaba Bandolero, que era parte de la
familia y que estaba ahí para reclamar los sobrantes de la mesa. Tía Ramona,
que era la cocinera, después de las comidas le ponía en la ventana un plato de
fierro con pan remojado en leche, y otros bocadillos sobrantes de la mesa, que
ella creía apropiados para el paladar de un cuervo exigente. Él luego comía nerviosamente,
como sintiéndose acechado por un cazador, hasta que el plato quedaba vacío, luego,
sin dar las gracias, remontaba el vuelo dando graznidos y cortando con sus alas
el cielo del desierto.
Cuando me levanté de la mesa, sentí que
llevaría grabada para siempre la imagen de aquel cuervo carismático. Luego supe
que tía Ramona lo había encontrado herido en el monte cuando apenas era un
polluelo. Había caído del árbol donde nació, hasta el fondo de una hondonada
pedregosa llena de cactus. El golpazo que se dio en las piedras le rompió la
pierna derecha, y una espina de cholla le atravesó el ojo izquierdo. Era una
bolita de carne apenas emplumada llena de moretes. Parecía estar más muerto que
vivo. Tía Ramona se lo llevó a la casa en la bolsa del mandil, y con remedios
caseros le curó las heridas. Tenía la pierna izquierda casi separada del muslo
y no hubo más remedio que amputársela.
Bandolero salvó la vida y se crio en
San Vicente como un hijo mimado. El abuelo Francisco en alguno de sus viajes
supo que los cuervos podían hablar como los pericos, si se les redondeaba la
lengua con unas tijeras, tía Ramona pensaba que esa práctica era salvaje y cruel,
pero la posibilidad de oír hablar a su pequeño hijo alado la venció. Un día
llegó al rancho Julián Ríos que era peluquero ambulante, y por cinco pesos le
remodeló la lengua. Los siguientes tres días no pudo comer nada, solo tomó agua.
Para admiración de todos, meses después empezó a repetir claramente algunas de
las palabras que oía. En San Vicente se hablaba el lenguaje folclórico de los
vaqueros, plagado de palabras que avergüenzan al diccionario, por eso Bandolero
se hizo de un vocabulario de carretonero.
A pesar de sus taras físicas aprendió
a volar impecablemente. Tía Ramona le puso el nombre de Bandolero, porque desde
pequeño dio señales de ser un cleptómano incurable. Cuando fue adulto armó su
nido en lo alto de una ceiba cercana a la casa, era un promontorio de ramas secas, reforzado con
pañuelos; calcetines; cucharas; tenedores, y tapones metálicos de botella. Parecía
la covacha desordenada de un ropavejero. Años después, cuando murió,
desbarataron el nido por curiosidad, y encontraron ahí el botín acumulado en
toda su vida. Entreverados entre las ramas y los trapos, había aretes de oro y
de plata, un reloj Suizo de mujer, y un rosario importado del Vaticano
bendecido (supuestamente) por el papa Pío XII, que años atrás se le había perdido
a mi abuela Micaela.
Como en esta vida nada es perfecto, las
malas costumbres de Bandolero le ganaron un enemigo, se llamaba Ramón. Era un
trabajador rústico de carácter impredecible, que mi abuelo contrataba por
temporadas para reparar los cercos y herrar ganado. El mismo lavaba su ropa y
la tendía en el alambre de púas del corral de los caballos. Un día descubrió
que se habían esfumado del cerco, un paliacate rojo, un calcetín blanco y uno amarillo,
que obviamente aparecieron adornando el nido de Bandolero. Ramón se puso
furibundo, y dejó claro que para él era inaceptable la tolerancia que se le
daba a aquel cuervo. Un día estaba
excavando una zanja para cimientos de una casa, entre palada y palada de tierra
se secaba el sudor con un paliacate rojo. Luego lo ponía sobre una piedra a un
lado de la zanja. En un pequeño descuido Bandolero bajó como un rayo y sin parar
el vuelo recogió el paliacate con su única garra y se lo llevó a su nido,
mientras lanzaba al aire graznidos de triunfo.
Ramón, que ya tenía odio hacia
Bandolero, sintió que el robo de su paliacate en sus propias narices era la
gota que había derramado el vaso de su paciencia. Tenía él una honda con la que
cazaba conejos y la traía en la bolsa del pantalón. Fue al arroyo y recogió un
puñado de piedras, y con intención asesina se fue a rondar la ceiba donde vivía
el pájaro ladrón. Esa tarde Ramón desapareció de San Vicente, y Bandolero no se
presentó a reclamar su cena. En la mañana lo encontraron muerto en el corral,
de una pedrada en la cabeza. Ramón jamás regresó al rancho, pues sabía que
había cometido un magnicidio.
Ese día el rancho estuvo de luto. Por
la tarde enterramos a Bandolero bajo la sombra de la ceiba. Tía Ramona dijo un
responso bañada en lágrimas. El abuelo Francisco clavó en la tierra una cruz de
palo fierro con el nombre de Bandolero grabado, y puso una bandeja
semienterrada en la tierra con todos los artefactos que él había robado a lo
largo de su vida. Hoy, después de sesenta años la cruz de Bandolero todavía
está ahí, se mira intacta. La ceiba ya casi tiene cien años, pero todavía da ramas
verdes, entre ellas se ve un nuevo nido de cuervos, quizá son descendientes directos
de Bandolero.
Héctor García Armenta septiembre 2 de 2014
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