MARIA DE LOS INDIOS

MARIA DE LOS INDIOS

Thursday, May 22, 2014

MI ENTREVISTA CON MERLIN



MI ENTREVISTA CON MERLÍN
Cuento por Héctor García Armenta

Napoleón era un perro que llegó extraviado a San Vicente cuando era apenas un cachorro y yo todavía no había nacido, creo que él tenía como quince años cuando yo cumplí doce. Era un perro noble y hermoso que tenía en sus genes el don natural de ser pastor de ovejas.
Bandolero era un cuervo que cuando recién nacido cayó al suelo desde el nido de sus padres y con el golpazo que se dio en el breñal quedó tuerto y cojo como los piratas de los cuentos. Tía Ramona lo encontró antes de que se lo comieran los coyotes y se lo llevó a casa en la bolsa del mandil, le curó las heridas y a partir de entonces el cuervito creyó hasta su muerte que tía Ramona era su madre, y ella no hizo nada para desengañarlo. Nunca se supo como le enseñó a hablar doce palabras, casi todas obscenas, que él recitaba cuando le daba la gana con voz de bajo profundo y el énfasis de un actor de teatro Shakesperiano.

Napoleón y yo salíamos todas las mañanas a pastorear las ovejas y Bandolero nos escoltaba desde el aire. A veces se perdía de vista y regresaba a la hora de comer para reclamar una parte de las viandas  que había llevado en el morral y la tomaba descaradamente del plato de Napoleón o del mío.
Aquella mañana  mis compañeros se negaron a ir conmigo. Napoleón se escondió debajo de la cama del abuelo y se hizo el enfermo. Bandolero fue y se paró en el poste más lejano del corral de las vacas y se puso a disparatar ante las gallinas y los caballos con la actitud de un obispo dando un sermón en catedral, y de ahí nadie lo sacó.
Fui al corral de las ovejas para llevarlas a pastar. Les abrí la puerta y salieron en estampida tomando el rumbo que les dio la gana dejándome muy atrás. Corrí tras ellas gritándoles los insultos que sabía, tratando de guiarlas a un lugar cercano donde había ramaje y pasto verde. Por casi dos horas  corrieron en zigzag burlándose de mí. Sentí miedo al ver que estábamos a una distancia enorme de San Vicente en el lugar que yo menos hubiera querido. ¡Ah! como añoré en esos momentos la ayuda de Napoleón,  pues esa vez las ovejas me pastoreaban a mí en vez de yo a ellas.
Finalmente, el rebaño me dio tregua y se puso a pastar haciendo caso omiso de mi presencia. Estábamos al pie de un cerro sombrío cubierto de saguaros y rocas negras que parecían columnas hechas por el hombre. Vistas desde donde estábamos parecían atalayas vigilando el fondo del valle.  Mi perro y yo evitábamos aquel lugar porque sobre aquellas rocas siempre había unas aves negras como águilas, que le daban un toque siniestro.

Traté de arrear las ovejas hacia la planicie, pero el cielo se cubrió con nubes negras que soltaron una lluvia que escaló hasta hacerse  tempestad desenfrenada. Caían descargas eléctricas que retumbaban en los cerros como cañonazos. Parecía uno de esos diluvios que según el abuelo llegaban cada treinta años, y se llevaban flotando por los arroyos hasta el mar todos los cerdos y las gallinas del valle.
La furia de la tormenta asustó al rebaño, que me abandonó tomando el rumbó que yo nunca hubiera querido: trepó rápidamente hacia el monte de los saguaros donde vivían los pájaros tenebrosos que yo tanto temía. 

El abuelo francisco me había dicho que, las ovejas nunca debían dejarse solas en el monte. Eso significaba que a pesar de estar yo empapado hasta los huesos y temblando de miedo, tendría que encontrar el rebaño antes de llegar la noche. Pero la noche ya estaba ahí, y la lluvia no paraba. El miedo me tenía paralizado, y la única opción del momento era protegerme de la tormenta.
Encontré un árbol grande que ofrecía algo de refugio y leña de palo fierro que prendió aún mojada. Me senté al calor del fuego recargándome en un tronco, tratando de sobrevivir al frío y  al ataque de las fieras que yo mismo estaba fabricando en mi imaginación.

Estaba tenso con un leño en la mano, alerta a la llegada de los pumas, lobos,  serpientes, y  monstruos alados, que de un momento a otro llegarían a devorarme. Recé a los santos que recordaba para que me salvaran con todo y ovejas de aquel monte tenebroso. No sabía yo si estaba despierto, o dormido viviendo una pesadilla. Hubo un momento en que desesperado agaché la cabeza y me puse a llorar. Mientras lloraba oí un ruido extraño como el aleteo de un pájaro grande revoloteando en derredor del árbol donde estaba. Sentí pavor, creyendo que era una lechuza asesina que venía a sacarme los ojos. Tiré unos leñazos al aire tratando de abatir al intruso pero el intruso era más veloz que yo,  bajó como una exhalación rosando mi cabeza, y se posó en el suelo como a dos metros de mí. Salté como un resorte en dirección contraria para alejarme, pero me quedé petrificado por el miedo. Me faltó el aire y estaba a punto de  desfallecer. Luego, del suelo subió una voz  gutural inconfundible, que decía: “Soy Bandolero…Soy Bandolero.” Y sentí que en aquella noche negra de diluvio, se había hecho la luz con la presencia inexplicable del cuervo que hablaba. 

La presencia de Bandolero era una bendición. Pero eso no cambiaba que yo era un niño lleno de miedo al borde de la hipotermia en medio de un monte inhóspito. No sentía las manos ni los pies, y mis piernas no paraban de temblar. Entonces Bandolero empezó a hacer extrañas maniobras en el aire, que entendí como clara invitación a seguirlo. Se puso a flotar frente a mí imitando toscamente el vuelo de los colibríes y se fue lentamente hacia el monte donde yo no quería ir. Su único ojo sano proyectaba una luz roja como la de una luciérnaga. Esa luz y el batir de sus alas cortando el viento me indicaban hacia donde ir.

En aquellas tribulaciones, pareció que mis suspiros se mesclaban con ruidos de ramas atropelladas y tenues gemidos, indicios de que algún animal venía detrás buscando el lugar adecuado para atacar. Los gemidos se oían más cerca, y di por hecho que mi vida estaba a segundos de terminar.  Me dominó el pánico y caí hincado en las piedras poniendo mi cabeza en el suelo, llorando a gritos como el niño que era.
 Esperé el ataque del felino gigante que me iba a matar, y  pronto sentí su pelambre rosando mi camisa y su vaho humedeciendo mis orejas, anunciando que sus colmillos filosos estaban a tres centímetros de mi yugular, pero no pasó nada. Luego las patas de un animal del tamaño de un lobo cayeron sobre mi espalda oprimiéndome contra el suelo, lo que me hizo lanzar un berrido como de puerco atorado en la trampa de un cazador. Entonces, una lengua larga, rasposa, y mojada, fue lamiendo mis orejas y fue bajando por mis mejillas hasta mis  narices. Entonces, los sensores de mi conciencia me hicieron sonreír interminablemente con la cara en la tierra y los ojos cerrados, porque por el espacio entre mis narices y el suelo, había entrado hasta el fondo de mis pulmones el inconfundible mal aliento de mi  perro Napoleón. ¡Y eh ahí!: que mi espíritu, que estaba en el fondo del abatimiento, saltó disparado como una chispa, hasta el paroxismo de la alegría. Y pensé, que si Bandolero el cuervo que hablaba, había hecho la luz aquella noche, Napoleón, mi perro pastor, había traído con él las llaves de la salvación. Me levanté y seguí caminando, casi con ganas de cantar.
Pero estábamos en medio de la noche y la lluvia caía sin cesar. Ya no sentía miedo, pero estaba al límite del agotamiento. Bandolero seguía flotando cerro arriba por atajos pedregosos donde el agua corría a raudales. Iba yo titubeando y desfalleciente. Napoleón iba gimiendo y frotaba su hombro contra mis piernas invitándome a seguir, pero yo había llegado al límite de mis fuerzas y caí al suelo exhausto al borde del desmayo. Semi despierto, escuché voces que se acercaban y sentí manos amables que me levantaron en vilo para transportarme. Hasta donde yo sabía, Bandolero solo hablaba una mescolanza de doce palabras, pero puedo jurar que esa noche lo oí conversar con propiedad y  fluidamente en un idioma extraño, con los hombres que me iban cargando, y en mi intento por entender algo de aquella  rara conversación,  me quedé profundamente dormido. 

Desperté en un lugar tibio y tranquilo, pero no quería abrir los ojos porque temía estar en algún rincón tenebroso en el feudo de los pájaros negros, pero me sentía seguro porque la cabeza de mi perro Napoleón estaba roncando sobre mis costillas, y oía cuchicheos de Bandolero indicando su presencia cercana. Sentí que estaba en una parte firme y plana pero sospechaba que no era una cama. Mi cuerpo y mis manos detectaban una jerga hecha con pieles de fina textura como la gamuza, y eso me decía que no estaba tirado en el monte. Decidí aclarar mis dudas y me senté con cautela para ver el entorno de aquel sitio misterioso. Vi algo que me dejó patidifuso: estaba yo en un piso hecho a cincel y martillo en una gran caverna en forma de domo circular perfecto, como la carpa de un circo. Era difícil saber cuanto de ella era obra de la naturaleza y cuanto del hombre, pues tenía alteraciones que solo podían ser obra de la mente de un ingeniero y las manos hábiles de muchos alarifes. Había en el muro circular trece puertas equidistantes una de la otra, hechas de ébano al estilo medieval , y en el centro del domo había cuatro columnas rodeando unas mesas arcaicas donde se veía un apilamiento desordenado de libros muy antiguos forrados de piel, y unas como fraguas al lado de una parafernalia de cazos, alambiques, y tubos de cristal, que parecían estar continuamente en ebullición, y despedían un olor  como a la cocina de mi abuela cuando se le quemaban los ajos y el jengibre. Muchos años después supe que aquel olor era de azufre. Y basado en algunos libros que he leído ahora de viejo, me ha quedado claro que toda aquella parafernalia era un laboratorio de alquimia.

Mi perro, el cuervo, y yo, permanecimos silenciosos y  reverentes ante la grandeza del lugar, pero sabiendo que nuestra prioridad era regresar a casa nos pusimos a buscar la puerta de salida.
Revisamos la caverna sin encontrar nada que pareciera una ruta al exterior y empezamos a sentirnos desesperados. Tanteamos para ver si alguna de las trece puertas de ébano se podía abrir, pero notamos que estaban hechas para no abrirse sino por los dueños del lugar, no tenían manijas ni orificio alguno para insertar alguna llave, y reaccionaban al empuje de la mano tan insensibles como la roca de los muros.

No se que pensaban Napoleón y Bandolero, pero yo creía que estábamos muertos y que aquella cueva  era nuestra tumba. Me  senté muy triste sobre el jergón de pieles donde había dormido, mientras mis compañeros me miraban con lástima. En eso,  llegó a nosotros un olor agradable como a los vapores de la barbacoa que hacía el abuelo los días de fiesta, y aquel olor hizo estallar el hambre que teníamos anestesiada por la preocupación.

Después de unos minutos aspirando el grato olor, la puerta que estaba en el centro de las otras doce empezó a abrirse sola sin hacer ruido, y eso nos puso en suspenso. Se oyeron venir hacia el umbral unos pasos lentos a compás de un golpe leve de bastón, y apareció la figura de un anciano de cabellera y barba largas que tenían la blancura de la nieve. Vestía una vieja túnica de color azul marino en la que contrastaban pequeñas figuras bordadas con hilo plateado que hasta muchos años después supe que eran los signos del zodiaco. Caminaba ayudado por un báculo que le llegaba a la altura de la frente. Se dirigió hacia nosotros y se paró guardando una distancia como de cinco pasos. El miedo me tuvo paralizado mientras sus ojos pequeños y hundidos nos escudriñaban y el silencio reinaba. Tenía nariz grande y aguileña, y labios finos y delgados. Su presencia era grandiosa y debería habernos infundido un miedo terrible, pero más que eso, infundía respeto y admiración. Parecía un búho circunspecto, lleno de sabiduría y bondad. Luego habló, y sus palabras dichas con tranquilidad nos llevaron del suspenso y el temor hasta una atmosfera de paz. Mirándonos a los ojos  dijo: Mi nombre es Merlín, sé que ustedes son pastores de ovejas. Amo ese oficio, porque de niño fui felizmente uno de ellos, y en mi corazón lo sigo siendo. Los pastores somos solidarios entre compañeros, por eso es  que no los pude dejar a merced de la tormenta que a unos metros de aquí todavía arrecia. Son ustedes mis huéspedes, la comida está servida. Hizo una seña para que lo siguiéramos, giró lentamente, y caminó hacia la puerta de donde había salido. Mis animales y yo  lo seguimos reverentes llevando en nuestras tripas el hambre desatada de un oso saliendo de hibernación.
Seguimos al anciano por un pasillo iluminado por una luz inexplicable que parecía salir de las mismas paredes de roca. Pasamos por salones que contenían muebles y artefactos raros que no pude imaginar para que servían. Luego entramos a un gran salón comedor donde había una mesa rústica para veinticuatro comensales. En una cabecera la mesa estaba puesta con comida humeante para dos personas y en el piso estaban dos recipientes con atractivos bocadillos para cuervo y para perro. Ayudé a Merlín a sentarse en la silla de la cabecera y me senté a su derecha, pues así se había dispuesto la mesa. Él inclinó su frente y pronunció una oración en un idioma raro que me pareció Latín, e indicó que podíamos empezar a comer. Entonces me di cuenta de que la vajilla en la mesa era toda de oro, inclusive los recipientes donde comían Napoleón y Bandolero. Unos Hombres que parecían monjes venían por la puerta de donde salían los gratos olores de la cocina y preguntaban si algo se ofrecía, a pesar de que en aquella generosa mesa no faltaba nada. En aquellos momentos que no sabía yo si eran de noche o de día, estábamos mis compañeros y yo, disfrutando el banquete más inolvidable de nuestra vida.

Quería yo conversar con Merlín pero no sabía que decir, pues su vocabulario era muy elocuente y el mío era el de un pastor que no sabía leer. Pareció adivinarme el pensamiento y empezó a dialogar amablemente sin palabras complicadas. Con mucha gracia empezó a narrarme anécdotas breves de su vida. Sus palabras  pintaban en tercera dimensión escenarios fabulosos de otros y tiempos y  tierras que yo no imaginaba que existieran. Pude ver su niñez cuando había sido pastor como yo, y  lo seguí por una ruta de aventuras fabulosas sucedidas en tiempos y espacios para mí hasta entonces no conocidos ni imaginados, porque nunca había yo leído ningún libro ni había salido más allá del rancho San Vicente. Sus palabras me tenían como en la butaca de un cine viendo las aventuras de las Mil y Una Noches, y mi espíritu iba viajando por la profunda reflexión, la tristeza, y la carcajada incontenible. Parecía que él tenía mucho tiempo sin conversar con alguien y al encontrar en mí un interlocutor dispuesto y atento, fue tirando sin parar del hilo interminable de su memoria, mientras yo lo escuchaba embelesado.
En un santiamén presencié guerras donde reyes mataban y morían a espada,  hecatombes que se conjuraban con magia, dragones vomitando fuego, y testifiqué la transmutación de los metales a través de la alquimia. Luego entró en una materia que me pareció la más misteriosa de todas: El amor. Hablando de ese tema el anciano cruzó los dedos de una mano con los de la otra y su voz adquirió matices de  tristeza. Con visible emoción describió los años en que disfrutó del amor de una mujer de belleza inaudita llamada Nimue, y como, muy tarde descubrió que lo mismo era hermosa que perversa, pues teniendo ella poderes sobrenaturales un día lo invitó con engaños a entrar en la grieta de un ciprés gigantesco que resultó estar encantado,  y lo dejó prisionero en el mundo espectral que ella había creado en las dos mil capas de la corteza del árbol.
 Tarde se dio cuenta Merlín de que el amor entre ellos nunca había existido. Dijo él que después de muchos años, ya cuando el era un anciano fatigado, pudo vencer los encantamientos del árbol siniestro, y debido a los malos recuerdos de aquella etapa de sufrimiento decidió emigrar hacia tierra nueva para llevar una vida tranquila de contemplación. Y es así como había cambiado sus castillos y palacios de Irlanda, por la rústica caverna enclavada en una serranía escondida de México, donde en esos momentos estábamos. Sus ojos soltaron dos lágrimas que al pegar en la mesa se vieron como dos chispas de luz azul que se convirtieron en pequeñas libélulas transparentes y se fueron volando graciosamente para perderse en los vericuetos de la caverna.
 Hizo una pausa en la plática y se disculpó por tratar un tema no apto para mi edad. Preguntó cual era mi nombre y me pidió que le dijera algo de mi historia. Le contesté que casi no tenía ninguna, porque no recordaba nada extraordinario, aparte de la feliz llegada a mi vida de Bandolero que era un cuervo que hablaba y la de Napoleón mi perro, que había llegado perdido a san Vicente dos años antes de que yo naciera, lo cual indicaba que era un perro anciano que quizás pronto ya no estaría conmigo, pues a veces ya no quería salir a pastorear y cuando lo hacía perdía el aliento corriendo tras las ovejas que se descarriaban.
Estaba yo hablando con voz baja y quebrada pues cuando pensaba que yo podía perder a Napoleón me ponía muy triste y mis ojos se llenaban de agua. Le platiqué brevemente algo del abuelo y de la abuela, de como yo había quedado huérfano, como la tía Ramona salvó a Bandolero de ser comido por los coyotes, y como él había evolucionado hasta ser un pájaro teatral y simpático, que se había convertido en el cleptómano que robaba cucharas, calcetines, y pañuelos.
 Mientras yo hablaba, él escuchaba con gran atención y sus ojos y la comisura de su boca cerrada indicaban que estaba riendo a carcajadas en su interior. Yo ya no tenía mucho que decir, los dos entendimos que era tiempo de levantarnos de la mesa. No había en mí noción de la hora que era, pero sospechaba que era de noche. Me indicó que lo esperara un momento sentado a la mesa mientras el traía algo que me quería obsequiar. Entró a un cuarto contiguo y regresó trayendo consigo un collar para perro hecho de un material para mí desconocido, parecía un metal dócil como la piel y tenía pequeñas piedras de cuarzo incrustadas a todo lo largo.
Se dirigió al piso donde Napoleón dormía roncando a un lado del platón donde había comido. Bandolero estaba parado sobre las costillas de su compañero como vigilando su sueño. Merlín con alguna dificultad puso una rodilla en el suelo y amorosamente colocó el collar en el cuello de Napoleón que no tuvo la atención de despertar. Me bajé de la silla para ayudarlo a ponerse de pie. Él tomó mi mano en su mano con cariño mientras me explicaba la función de aquel collar, diciendo: tu perro y tu cuervo estarán contigo muchos años más. Esas piedras en el collar se irán perdiendo una por una cada año. Cuando desaparezca la última habrá llegado el tiempo de que tus amigos se separen de ti, pero si caminas el resto de tu vida por la ruta recta de los buenos pastores, un día regresarán y estarán contigo para siempre. Se despidió de mi con un  abrazo afectuoso sugiriendo que ya era tiempo de dormir, y desapareció por uno de los pasillos adyacentes al comedor.
 Mis compañeros y yo dimos fácilmente  con la puerta por donde habíamos entrado y ante nuestro azoro se abrió y cerró sola para dejarnos pasar. Nos fuimos al punto donde habíamos pasado la noche y nos tendimos a dormir.

Estaba despertando y me sentía descansado pero no cómodo. Supuse que había rodado dormido del lecho de pieles al piso desnudo de la caverna. Abrí los ojos esperando ver la luz  mágica color ámbar que iluminaba permanentemente el domo, y quedé atónito al encontrar solo penumbras que no me dejaban ver mas allá de mis narices. Entonces sentí temor y esforcé mi vista buscando penetrar la obscuridad y vi  un círculo irregular de una luz tenue que me era conocida: era la primera luz del alba que empezaba a penetrar en la gruta por un boquete que antes no estaba ahí. Y clavé mi vista en los muros buscando las trece puertas de ébano y el laboratorio de alquimia en el centro del domo, pero todo lo que pude ver era una gran cueva desolada llena de murciélagos colgando en el techo. Entonces estupefacto pensé que el encuentro con Merlín había sido un sueño fantástico, y lamenté mucho que así fuera, pues había sentido que a partir de aquella velada con el anciano, mi vida iba a cambiar para bien y para siempre. 

No veía a mis compañeros y los llamé con el chiflido acostumbrado, esperando que acudieran a mí para irnos rápido a San Vicente, pero no recibí respuesta cercana, sino ladridos y graznidos viniendo del exterior. Salí por la apertura en las rocas y vi que la tormenta se había ido. El sol estaba saliendo y los pájaros silvestres cantaban alegres. Me paré un momento a la entrada de la cueva para orientarme y noté que estaba en una escarpa justo detrás del monte de los pájaros negros y en mi fantasía inventé que aquellas aves eran los guardianes de la cueva. Oí graznar a Bandolero en el aire y me hizo gracia ver que  volaba eufórico haciendo acrobacias que no correspondían a su condición de cuervo viejo y tuerto. Napoleón iba en el mismo tono corriendo y saltando enérgicamente como cuando era un cachorro juguetón. Parecían enfrascados en un torneo de resistencia y destreza uno en la tierra y  otro en el aire.

Agarré camino a campo traviesa sin hacer caso de las veredas, buscando la ruta más corta a San Vicente, iba absorto pensando en la entrevista imaginaria que había tenido con el anciano Merlín, y lamentaba que fuera solo un sueño.  Mis compañeros no fueron considerados conmigo, iban delante de mi guardando mucha distancia, concentrados en su competencia de locuras. Me preguntaba de donde demonios sacaban tanta energía mientras yo iba triste tratando de alcanzarlos.

Llegué ya tarde a san Vicente. Pasé por los corrales y me quedé pasmado al ver que las ovejas estaban ahí encerradas, se me hacía imposible que hubieran regresado solas. El abuelo, la abuela, y tía Ramona, me  abrazaron preguntando donde había pasado las dos noches que había estado ausente. Les platiqué lo que recordaba inventando la  manera en que llegué a la caverna porque la verdad es que no lo sabía. Se sirvió la cena y pregunté si habían llegado Napoleón y Bandolero, me dijeron que los habían visto de lejos jugueteando como locos. A media cena entró Bandolero por la ventana, luego llegó Napoleón muy contento  a reposar su cabeza sobre mi rodilla, al acariciarlo bajo la mesa mi corazón se desbocó, pues palpé en su cuello un collar con piedritas incrustadas como el que creí haber soñado en la caverna. Entonces salté, reí, y lloré, porque aquella noche fantástica en compañía del anciano Merlín no había sido un sueño, y mi perro pastor y el cuervo que hablaba, todavía me acompañarían por cincuenta años, y di gracias por el bendito día en que las ovejas se rebelaron y me hicieron seguirlas hasta el monte lúgubre donde está la caverna del anciano Merlín.

Héctor García Armenta,    Mesa Arizona noviembre de 2012






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