MI ENTREVISTA CON MERLÍN
Cuento por Héctor García Armenta
Napoleón era un perro que llegó extraviado a San Vicente cuando era
apenas un cachorro y yo todavía no había nacido, creo que él tenía como quince
años cuando yo cumplí doce. Era un perro noble y hermoso que tenía en sus genes
el don natural de ser pastor de ovejas.
Bandolero era un cuervo que cuando recién nacido cayó al suelo desde el
nido de sus padres y con el golpazo que se dio en el breñal quedó tuerto y cojo
como los piratas de los cuentos. Tía Ramona lo encontró antes de que se lo
comieran los coyotes y se lo llevó a casa en la bolsa del mandil, le curó las
heridas y a partir de entonces el cuervito creyó hasta su muerte que tía Ramona
era su madre, y ella no hizo nada para desengañarlo. Nunca se supo como le
enseñó a hablar doce palabras, casi todas obscenas, que él recitaba cuando le
daba la gana con voz de bajo profundo y el énfasis de un actor de teatro
Shakesperiano.
Napoleón y yo salíamos todas las mañanas a pastorear las ovejas y
Bandolero nos escoltaba desde el aire. A veces se perdía de vista y regresaba a
la hora de comer para reclamar una parte de las viandas que había llevado en el morral y la tomaba
descaradamente del plato de Napoleón o del mío.
Aquella mañana mis compañeros se
negaron a ir conmigo. Napoleón se escondió debajo de la cama del abuelo y se
hizo el enfermo. Bandolero fue y se paró en el poste más lejano del corral de
las vacas y se puso a disparatar ante las gallinas y los caballos con la
actitud de un obispo dando un sermón en catedral, y de ahí nadie lo sacó.
Fui al corral de las ovejas para llevarlas a pastar. Les abrí la puerta y
salieron en estampida tomando el rumbo que les dio la gana dejándome muy atrás.
Corrí tras ellas gritándoles los insultos que sabía, tratando de guiarlas a un
lugar cercano donde había ramaje y pasto verde. Por casi dos horas corrieron en zigzag burlándose de mí. Sentí
miedo al ver que estábamos a una distancia enorme de San Vicente en el lugar
que yo menos hubiera querido. ¡Ah! como añoré en esos momentos la ayuda de
Napoleón, pues esa vez las ovejas me
pastoreaban a mí en vez de yo a ellas.
Finalmente, el rebaño me dio tregua y se puso a pastar haciendo caso
omiso de mi presencia. Estábamos al pie de un cerro sombrío cubierto de
saguaros y rocas negras que parecían columnas hechas por el hombre. Vistas desde
donde estábamos parecían atalayas vigilando el fondo del valle. Mi perro y yo evitábamos aquel lugar porque
sobre aquellas rocas siempre había unas aves negras como águilas, que le daban
un toque siniestro.
Traté de arrear las ovejas hacia la planicie, pero el cielo se cubrió con
nubes negras que soltaron una lluvia que escaló hasta hacerse tempestad desenfrenada. Caían descargas
eléctricas que retumbaban en los cerros como cañonazos. Parecía uno de esos
diluvios que según el abuelo llegaban cada treinta años, y se llevaban flotando
por los arroyos hasta el mar todos los cerdos y las gallinas del valle.
La furia de la tormenta asustó al rebaño, que me abandonó tomando el
rumbó que yo nunca hubiera querido: trepó rápidamente hacia el monte de los
saguaros donde vivían los pájaros tenebrosos que yo tanto temía.
El abuelo francisco me había dicho que, las ovejas nunca debían dejarse
solas en el monte. Eso significaba que a pesar de estar yo empapado hasta los
huesos y temblando de miedo, tendría que encontrar el rebaño antes de llegar la
noche. Pero la noche ya estaba ahí, y la lluvia no paraba. El miedo me tenía
paralizado, y la única opción del momento era protegerme de la tormenta.
Encontré un árbol grande que ofrecía algo de refugio y leña de palo
fierro que prendió aún mojada. Me senté al calor del fuego recargándome en un
tronco, tratando de sobrevivir al frío y al ataque de las fieras que yo mismo estaba
fabricando en mi imaginación.
Estaba tenso con un leño en la mano, alerta a la llegada de los pumas,
lobos, serpientes, y monstruos alados, que de un momento a otro
llegarían a devorarme. Recé a los santos que recordaba para que me salvaran con
todo y ovejas de aquel monte tenebroso. No sabía yo si estaba despierto, o dormido
viviendo una pesadilla. Hubo un momento en que desesperado agaché la cabeza y
me puse a llorar. Mientras lloraba oí un ruido extraño como el aleteo de un
pájaro grande revoloteando en derredor del árbol donde estaba. Sentí pavor,
creyendo que era una lechuza asesina que venía a sacarme los ojos. Tiré unos
leñazos al aire tratando de abatir al intruso pero el intruso era más veloz que
yo, bajó como una exhalación rosando mi
cabeza, y se posó en el suelo como a dos metros de mí. Salté como un resorte en
dirección contraria para alejarme, pero me quedé petrificado por el miedo. Me
faltó el aire y estaba a punto de desfallecer.
Luego, del suelo subió una voz gutural
inconfundible, que decía: “Soy Bandolero…Soy Bandolero.” Y sentí que en aquella
noche negra de diluvio, se había hecho la luz con la presencia inexplicable del
cuervo que hablaba.
La presencia de Bandolero era una bendición. Pero eso no cambiaba que yo
era un niño lleno de miedo al borde de la hipotermia en medio de un monte
inhóspito. No sentía las manos ni los pies, y mis piernas no paraban de temblar.
Entonces Bandolero empezó a hacer extrañas maniobras en el aire, que entendí
como clara invitación a seguirlo. Se puso a flotar frente a mí imitando
toscamente el vuelo de los colibríes y se fue lentamente hacia el monte donde
yo no quería ir. Su único ojo sano proyectaba una luz roja como la de una
luciérnaga. Esa luz y el batir de sus alas cortando el viento me indicaban hacia
donde ir.
En aquellas tribulaciones, pareció que mis suspiros se mesclaban con
ruidos de ramas atropelladas y tenues gemidos, indicios de que algún animal
venía detrás buscando el lugar adecuado para atacar. Los gemidos se oían más
cerca, y di por hecho que mi vida estaba a segundos de terminar. Me dominó el pánico y caí hincado en las
piedras poniendo mi cabeza en el suelo, llorando a gritos como el niño que era.
Esperé el ataque del felino
gigante que me iba a matar, y pronto sentí
su pelambre rosando mi camisa y su vaho humedeciendo mis orejas, anunciando que
sus colmillos filosos estaban a tres centímetros de mi yugular, pero no pasó
nada. Luego las patas de un animal del tamaño de un lobo cayeron sobre mi
espalda oprimiéndome contra el suelo, lo que me hizo lanzar un berrido como de
puerco atorado en la trampa de un cazador. Entonces, una lengua larga, rasposa,
y mojada, fue lamiendo mis orejas y fue bajando por mis mejillas hasta mis narices. Entonces, los sensores de mi
conciencia me hicieron sonreír interminablemente con la cara en la tierra y los
ojos cerrados, porque por el espacio entre mis narices y el suelo, había
entrado hasta el fondo de mis pulmones el inconfundible mal aliento de mi perro Napoleón. ¡Y eh ahí!: que mi espíritu,
que estaba en el fondo del abatimiento, saltó disparado como una chispa, hasta
el paroxismo de la alegría. Y pensé, que si Bandolero el cuervo que hablaba,
había hecho la luz aquella noche, Napoleón, mi perro pastor, había traído con él
las llaves de la salvación. Me levanté y seguí caminando, casi con ganas de
cantar.
Pero estábamos en medio de la noche y la lluvia caía sin cesar. Ya no
sentía miedo, pero estaba al límite del agotamiento. Bandolero seguía flotando
cerro arriba por atajos pedregosos donde el agua corría a raudales. Iba yo
titubeando y desfalleciente. Napoleón iba gimiendo y frotaba su hombro contra
mis piernas invitándome a seguir, pero yo había llegado al límite de mis
fuerzas y caí al suelo exhausto al borde del desmayo. Semi despierto, escuché
voces que se acercaban y sentí manos amables que me levantaron en vilo para
transportarme. Hasta donde yo sabía, Bandolero solo hablaba una mescolanza de
doce palabras, pero puedo jurar que esa noche lo oí conversar con propiedad y fluidamente en un idioma extraño, con los
hombres que me iban cargando, y en mi intento por entender algo de aquella rara conversación, me quedé profundamente dormido.
Desperté en un lugar tibio y tranquilo, pero no quería abrir los ojos
porque temía estar en algún rincón tenebroso en el feudo de los pájaros negros,
pero me sentía seguro porque la cabeza de mi perro Napoleón estaba roncando sobre
mis costillas, y oía cuchicheos de Bandolero indicando su presencia cercana. Sentí
que estaba en una parte firme y plana pero sospechaba que no era una cama. Mi
cuerpo y mis manos detectaban una jerga hecha con pieles de fina textura como
la gamuza, y eso me decía que no estaba tirado en el monte. Decidí aclarar mis
dudas y me senté con cautela para ver el entorno de aquel sitio misterioso. Vi
algo que me dejó patidifuso: estaba yo en un piso hecho a cincel y martillo en una gran caverna
en forma de domo circular perfecto, como la carpa de un circo. Era difícil
saber cuanto de ella era obra de la naturaleza y cuanto del hombre, pues tenía alteraciones
que solo podían ser obra de la mente de un ingeniero y las manos hábiles de
muchos alarifes. Había en el muro circular trece puertas equidistantes una de
la otra, hechas de ébano al estilo medieval , y en el centro del domo había cuatro
columnas rodeando unas mesas arcaicas donde se veía un apilamiento desordenado
de libros muy antiguos forrados de piel, y unas como fraguas al lado de una
parafernalia de cazos, alambiques, y tubos de cristal, que parecían estar
continuamente en ebullición, y despedían un olor como a la cocina de mi abuela cuando se le
quemaban los ajos y el jengibre. Muchos años después supe que aquel olor era de
azufre. Y basado en algunos libros que he leído ahora de viejo, me ha quedado
claro que toda aquella parafernalia era un laboratorio de alquimia.
Mi perro, el cuervo, y yo, permanecimos silenciosos y reverentes ante la grandeza del lugar, pero
sabiendo que nuestra prioridad era regresar a casa nos pusimos a buscar la
puerta de salida.
Revisamos la caverna sin encontrar nada que pareciera una ruta al
exterior y empezamos a sentirnos desesperados. Tanteamos para ver si alguna de
las trece puertas de ébano se podía abrir, pero notamos que estaban hechas para
no abrirse sino por los dueños del lugar, no tenían manijas ni orificio alguno para
insertar alguna llave, y reaccionaban al empuje de la mano tan insensibles como
la roca de los muros.
No se que pensaban Napoleón y Bandolero, pero yo creía que estábamos
muertos y que aquella cueva era nuestra
tumba. Me senté muy triste sobre el
jergón de pieles donde había dormido, mientras mis compañeros me miraban con
lástima. En eso, llegó a nosotros un
olor agradable como a los vapores de la barbacoa que hacía el abuelo los días
de fiesta, y aquel olor hizo estallar el hambre que teníamos anestesiada por la
preocupación.
Después de unos minutos aspirando el grato olor, la puerta que estaba en
el centro de las otras doce empezó a abrirse sola sin hacer ruido, y eso nos
puso en suspenso. Se oyeron venir hacia el umbral unos pasos lentos a compás de
un golpe leve de bastón, y apareció la figura de un anciano de cabellera y
barba largas que tenían la blancura de la nieve. Vestía una vieja túnica de
color azul marino en la que contrastaban pequeñas figuras bordadas con hilo
plateado que hasta muchos años después supe que eran los signos del zodiaco.
Caminaba ayudado por un báculo que le llegaba a la altura de la frente. Se dirigió
hacia nosotros y se paró guardando una distancia como de cinco pasos. El miedo
me tuvo paralizado mientras sus ojos pequeños y hundidos nos escudriñaban y el
silencio reinaba. Tenía nariz grande y aguileña, y labios finos y delgados. Su
presencia era grandiosa y debería habernos infundido un miedo terrible, pero
más que eso, infundía respeto y admiración. Parecía un búho circunspecto, lleno
de sabiduría y bondad. Luego habló, y sus palabras dichas con tranquilidad nos llevaron
del suspenso y el temor hasta una atmosfera de paz. Mirándonos a los ojos dijo: Mi nombre es Merlín, sé que ustedes son
pastores de ovejas. Amo ese oficio, porque de niño fui felizmente uno de ellos,
y en mi corazón lo sigo siendo. Los pastores somos solidarios entre compañeros,
por eso es que no los pude dejar a
merced de la tormenta que a unos metros de aquí todavía arrecia. Son ustedes
mis huéspedes, la comida está servida. Hizo una seña para que lo siguiéramos,
giró lentamente, y caminó hacia la puerta de donde había salido. Mis animales y
yo lo seguimos reverentes llevando en
nuestras tripas el hambre desatada de un oso saliendo de hibernación.
Seguimos al anciano por un pasillo iluminado por una luz inexplicable que parecía salir de las mismas paredes de roca. Pasamos por salones que contenían muebles y artefactos raros que no pude
imaginar para que servían. Luego entramos a un gran salón comedor donde había
una mesa rústica para veinticuatro comensales. En una cabecera la mesa estaba puesta
con comida humeante para dos personas y en el piso estaban dos recipientes con
atractivos bocadillos para cuervo y para perro. Ayudé a Merlín a sentarse en la
silla de la cabecera y me senté a su derecha, pues así se había dispuesto la
mesa. Él inclinó su frente y pronunció una oración en un idioma raro que me
pareció Latín, e indicó que podíamos empezar a comer. Entonces me di cuenta de
que la vajilla en la mesa era toda de oro, inclusive los recipientes donde
comían Napoleón y Bandolero. Unos Hombres que parecían monjes venían por la
puerta de donde salían los gratos olores de la cocina y preguntaban si algo se
ofrecía, a pesar de que en aquella generosa mesa no faltaba nada. En aquellos
momentos que no sabía yo si eran de noche o de día, estábamos mis compañeros y
yo, disfrutando el banquete más inolvidable de nuestra vida.
Quería yo conversar con Merlín pero no sabía que decir, pues su
vocabulario era muy elocuente y el mío era el de un pastor que no sabía leer.
Pareció adivinarme el pensamiento y empezó a dialogar amablemente sin palabras
complicadas. Con mucha gracia empezó a narrarme anécdotas breves de su vida.
Sus palabras pintaban en tercera
dimensión escenarios fabulosos de otros y tiempos y tierras que yo no imaginaba que existieran. Pude
ver su niñez cuando había sido pastor como yo, y lo seguí por una ruta de aventuras fabulosas sucedidas
en tiempos y espacios para mí hasta entonces no conocidos ni imaginados, porque
nunca había yo leído ningún libro ni había salido más allá del rancho San
Vicente. Sus palabras me tenían como en la butaca de un cine viendo las
aventuras de las Mil y Una Noches, y mi espíritu iba viajando por la profunda
reflexión, la tristeza, y la carcajada incontenible. Parecía que él tenía mucho
tiempo sin conversar con alguien y al encontrar en mí un interlocutor dispuesto
y atento, fue tirando sin parar del hilo interminable de su memoria, mientras
yo lo escuchaba embelesado.
En un santiamén presencié guerras
donde reyes mataban y morían a espada, hecatombes
que se conjuraban con magia, dragones vomitando fuego, y testifiqué la
transmutación de los metales a través de la alquimia. Luego entró en una
materia que me pareció la más misteriosa de todas: El amor. Hablando de ese
tema el anciano cruzó los dedos de una mano con los de la otra y su voz
adquirió matices de tristeza. Con
visible emoción describió los años en que disfrutó del amor de una mujer de
belleza inaudita llamada Nimue, y como, muy tarde descubrió que lo mismo era hermosa
que perversa, pues teniendo ella poderes sobrenaturales un día lo invitó con
engaños a entrar en la grieta de un ciprés gigantesco que resultó estar
encantado, y lo dejó prisionero en el
mundo espectral que ella había creado en las dos mil capas de la corteza del árbol.
Tarde se dio cuenta Merlín de que
el amor entre ellos nunca había existido. Dijo él que después de muchos años,
ya cuando el era un anciano fatigado, pudo vencer los encantamientos del árbol
siniestro, y debido a los malos recuerdos de aquella etapa de sufrimiento decidió
emigrar hacia tierra nueva para llevar una vida tranquila de contemplación. Y
es así como había cambiado sus castillos y palacios de Irlanda, por la rústica
caverna enclavada en una serranía escondida de México, donde en esos momentos
estábamos. Sus ojos soltaron dos lágrimas que al pegar en la mesa se vieron
como dos chispas de luz azul que se convirtieron en pequeñas libélulas
transparentes y se fueron volando graciosamente para perderse en los vericuetos
de la caverna.
Hizo una pausa en la plática y se
disculpó por tratar un tema no apto para mi edad. Preguntó cual era mi nombre y
me pidió que le dijera algo de mi historia. Le contesté que casi no tenía
ninguna, porque no recordaba nada extraordinario, aparte de la feliz llegada a
mi vida de Bandolero que era un cuervo que hablaba y la de Napoleón mi perro,
que había llegado perdido a san Vicente dos años antes de que yo naciera, lo
cual indicaba que era un perro anciano que quizás pronto ya no estaría conmigo,
pues a veces ya no quería salir a pastorear y cuando lo hacía perdía el aliento
corriendo tras las ovejas que se descarriaban.
Estaba yo hablando con voz baja y quebrada pues cuando pensaba que yo
podía perder a Napoleón me ponía muy triste y mis ojos se llenaban de agua. Le
platiqué brevemente algo del abuelo y de la abuela, de como yo había quedado
huérfano, como la tía Ramona salvó a Bandolero de ser comido por los coyotes, y
como él había evolucionado hasta ser un pájaro teatral y simpático, que se
había convertido en el cleptómano que robaba cucharas, calcetines, y pañuelos.
Mientras yo hablaba, él escuchaba
con gran atención y sus ojos y la comisura de su boca cerrada indicaban que
estaba riendo a carcajadas en su interior. Yo ya no tenía mucho que decir, los
dos entendimos que era tiempo de levantarnos de la mesa. No había en mí noción
de la hora que era, pero sospechaba que era de noche. Me indicó que lo esperara
un momento sentado a la mesa mientras el traía algo que me quería obsequiar.
Entró a un cuarto contiguo y regresó trayendo consigo un collar para perro
hecho de un material para mí desconocido, parecía un metal dócil como la piel y
tenía pequeñas piedras de cuarzo incrustadas a todo lo largo.
Se dirigió al piso donde Napoleón dormía roncando a un lado del platón
donde había comido. Bandolero estaba parado sobre las costillas de su compañero
como vigilando su sueño. Merlín con alguna dificultad puso una rodilla en el
suelo y amorosamente colocó el collar en el cuello de Napoleón que no tuvo la
atención de despertar. Me bajé de la silla para ayudarlo a ponerse de pie. Él
tomó mi mano en su mano con cariño mientras me explicaba la función de aquel
collar, diciendo: tu perro y tu cuervo estarán contigo muchos años más. Esas
piedras en el collar se irán perdiendo una por una cada año. Cuando desaparezca
la última habrá llegado el tiempo de que tus amigos se separen de ti, pero si
caminas el resto de tu vida por la ruta recta de los buenos pastores, un día regresarán
y estarán contigo para siempre. Se despidió de mi con un abrazo afectuoso sugiriendo que ya era tiempo
de dormir, y desapareció por uno de los pasillos adyacentes al comedor.
Mis compañeros y yo dimos
fácilmente con la puerta por donde
habíamos entrado y ante nuestro azoro se abrió y cerró sola para dejarnos
pasar. Nos fuimos al punto donde habíamos pasado la noche y nos tendimos a
dormir.
Estaba despertando y me sentía descansado pero no cómodo. Supuse que había
rodado dormido del lecho de pieles al piso desnudo de la caverna. Abrí los ojos
esperando ver la luz mágica color ámbar
que iluminaba permanentemente el domo, y quedé atónito al encontrar solo penumbras
que no me dejaban ver mas allá de mis narices. Entonces sentí temor y esforcé
mi vista buscando penetrar la obscuridad y vi
un círculo irregular de una luz tenue que me era conocida: era la
primera luz del alba que empezaba a penetrar en la gruta por un boquete que
antes no estaba ahí. Y clavé mi vista en los muros buscando las trece puertas
de ébano y el laboratorio de alquimia en el centro del domo, pero todo lo que pude
ver era una gran cueva desolada llena de murciélagos colgando en el techo. Entonces
estupefacto pensé que el encuentro con Merlín había sido un sueño fantástico, y
lamenté mucho que así fuera, pues había sentido que a partir de aquella velada
con el anciano, mi vida iba a cambiar para bien y para siempre.
No veía a mis compañeros y los llamé con el chiflido acostumbrado,
esperando que acudieran a mí para irnos rápido a San Vicente, pero no recibí
respuesta cercana, sino ladridos y graznidos viniendo del exterior. Salí por la
apertura en las rocas y vi que la tormenta se había ido. El sol estaba saliendo
y los pájaros silvestres cantaban alegres. Me paré un momento a la entrada de
la cueva para orientarme y noté que estaba en una escarpa justo detrás del
monte de los pájaros negros y en mi fantasía inventé que aquellas aves eran los
guardianes de la cueva. Oí graznar a Bandolero en el aire y me hizo gracia ver
que volaba eufórico haciendo acrobacias
que no correspondían a su condición de cuervo viejo y tuerto. Napoleón iba en
el mismo tono corriendo y saltando enérgicamente como cuando era un cachorro
juguetón. Parecían enfrascados en un torneo de resistencia y destreza uno en la
tierra y otro en el aire.
Agarré camino a campo traviesa sin hacer caso de las veredas, buscando
la ruta más corta a San Vicente, iba absorto pensando en la entrevista
imaginaria que había tenido con el anciano Merlín, y lamentaba que fuera solo
un sueño. Mis compañeros no fueron considerados
conmigo, iban delante de mi guardando mucha distancia, concentrados en su
competencia de locuras. Me preguntaba de donde demonios sacaban tanta energía
mientras yo iba triste tratando de alcanzarlos.
Llegué ya tarde a san Vicente. Pasé por los corrales y me quedé pasmado al
ver que las ovejas estaban ahí encerradas, se me hacía imposible que hubieran
regresado solas. El abuelo, la abuela, y tía Ramona, me abrazaron preguntando donde había pasado las
dos noches que había estado ausente. Les platiqué lo que recordaba inventando
la manera en que llegué a la caverna porque
la verdad es que no lo sabía. Se sirvió la cena y pregunté si habían llegado
Napoleón y Bandolero, me dijeron que los habían visto de lejos jugueteando como
locos. A media cena entró Bandolero por la ventana, luego llegó Napoleón muy
contento a reposar su cabeza sobre mi
rodilla, al acariciarlo bajo la mesa mi corazón se desbocó, pues palpé en su
cuello un collar con piedritas incrustadas como el que creí haber soñado en la
caverna. Entonces salté, reí, y lloré, porque aquella noche fantástica en
compañía del anciano Merlín no había sido un sueño, y mi perro pastor y el
cuervo que hablaba, todavía me acompañarían por cincuenta años, y di gracias
por el bendito día en que las ovejas se rebelaron y me hicieron seguirlas hasta
el monte lúgubre donde está la caverna del anciano Merlín.
Héctor García Armenta, Mesa Arizona noviembre de 2012
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