Bajo la ceiba que estaba en un corral abandonado a la orilla del pueblo de
San Vicente, una mañana poco antes de salir el sol, los ancianos del lugar se encontraban arrellanados
en derredor de la fogata que a diario encendían al amanecer. Se reunían bajo
aquel árbol para comentar las escasas noticias que llegaban al pueblo, y para
quitarse el frío mañanero al calor del fuego, mientras tomaban incontables
tasas de café.
En San Vicente nunca pasaba nada, pero ese día llegó cargado de eventos que
jamás se olvidarían, pues esa madrugada, los ancianos vieron llegar de más allá
de las montañas un bólido de luz cegadora que parecía venir a estrellarse sobre
sus cabezas, pero ante sus ojos azorados la bola de luz cambió de curso, trazando
un círculo perfecto que dejó el pueblo iluminado
bajo una aureola fosforescente. Los ancianos espantados corrieron a refugiarse
en sus casas mientras el objeto se alejaba, luego se le vio descender en un
punto del valle que en la obscuridad no se pudo determinar. Después de unos
minutos, la esfera de luz ascendió otra vez y flotó inmóvil por unos segundos, para
luego salir disparada al cielo donde pronto se perdió entre las estrellas.
Ese evento alucinante no era todo lo que el día traería consigo, pues
cuando los ancianos regresaron a la ceiba y empezaban a digerir el susto, se
dieron cuenta de que aquel evento era solo preludio de algo más asombroso que estaba por suceder,
pues antes de espabilarse, vieron llegar por el callejón un carruaje antiguo
tirado por un caballo negro precedido por un perro que podía confundirse con un
lobo. El carruaje paró al lado de la ceiba y el conductor saludó con el clásico
“buenos días”. Ante aquella presencia y
aquella voz, algunos de los ancianos se sintieron como sacudidos por una
descarga eléctrica. ¡Lo que estaban viendo no podía ser real!: hacía sesenta
años que ese carruaje tirado por el caballo negro, el tripulante, y el perro, se
habían esfumado misteriosamente del pueblo, y tras seis décadas de ausencia se habían convertido en la leyenda de una
desaparición misteriosa.
Si lo que estaban viendo era real, Julián, su carruaje y sus dos
animales, estaban ahí materializados, inmunes al tiempo, prístinos, como si en
vez de haber estado desintegrándose, o añejándose sesenta años en algún rincón
invisible del universo, más bien hubieran estado guardados en estuches de algodón
y terciopelo donde se había detenido el tiempo.
Alucinados, los ancianos permanecieron mudos, balanceando su mente entre
la incredulidad y el temor. Todo indicaba que lo que estaban viendo no eran
fantasmas venidos del más allá. Era categórico que quien estaba allí con su
carruaje y sus animales era Julián Ríos. Los viejos, casi todos nonagenarios,
pero muy lúcidos, empezaron a armar el rompecabezas mental con especulación
apasionada. Sin mucho forzar la memoria, concluyeron que el bólido que los
había espantado esa mañana, era el mismo que había volado seis décadas atrás sobre
el valle de San Vicente, la misma noche de 1920 en que Julián había
desaparecido. Ahora ese objeto volador aparentemente había regresado para
devolver a Julián a su casa, sesenta años más viejo, pero sesenta años sin ser
tocado por el tiempo.
En cosa de horas la noticia del fantástico regreso de Julián Ríos se
desparramó por todo el pueblo y el valle de San Vicente. Familias enteras que
nunca habían oído hablar de él se organizaron para ir a conocerlo y mirar
azorados el carruaje impecablemente cuidado, su caballo y su perro. En unas
cuantos días la noticia de su aparición era ya un tópico nacional. Científicamente
no despertó el interés de los sabios mexicanos ni del gobierno, y pronto el
regreso de Julián se fue olvidando para consuelo de todo el pueblo, pues
estaban ya enfadados de tanta visita curiosa de periodistas y turistas preguntones.
Cuando llegó la calma, el héroe recién llegado se incorporó con los
ancianos a la tertulia diaria del café
bajo la ceiba. Han pasado treinta años desde entonces, el y todos los viejos
son ahora más que centenarios. Sus cuerpos no muestran ninguna señal de
envejecimiento progresivo, tal parece que son intocables para el tiempo. Se rumora que
Julián Ríos trajo del espacio sideral el secreto de la eterna juventud y
lo ha compartido generosamente con la gente digna de San Vicente.
En los últimos treinta años, ha revelado a sus compañeros ancianos, secretos adquiridos durante sus viaje por el cosmos,
con métodos de increíble fácil asimilación que los ha convertido a todos en
sabios multifacéticos, capaces de resolver problemas complicados de ingeniería terrestre y espacial,
que antes no tenían solución para los sabios del mundo.
Se ha filtrado la noticia de que de vez en cuando, en las madrugadas, aterriza
un helicóptero negro de la NASA al lado de la ceiba de San Vicente, que de él
bajan flemáticos ingenieros y físicos de varias nacionalidades acompañados de
intérpretes, para consultar con Julián y su cohorte de ancianos, sobre complejos
problemas de navegación cósmica, que no se han podido resolver, aún con las
computadoras más avanzadas de la tierra.
También se especula que los sabios de la NASA ya saben todo lo que querían
saber, y se cree que solo van a San Vicente a comprar grandes cantidades de queso,
pues Julián tuvo el cuidado de traer de otro planeta, raras encimas y bacterias
reproducibles en la tierra, que ahora se usan en la localidad para cuajar la
leche de los quesos, que después del añejado resultan tener el sabor más
exquisito que alguien pueda imaginar, pues están procesados con fórmulas extraterrestres..
Héctor García Armenta. Febrero de
2013
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